Por Christian Valentín, Ed.D.
Las implicaciones del derecho al voto son relativas o subjetivas mientras los votantes no se ocupen por instruirse sobre el sistema que supuestamente “gobiernan.” Como lo indica su propia etimología, la palabra “democracia” proviene del griego ‘demos’ (pueblo) y ‘kratos’ (poder).
No obstante, mientras el ciudadano no aproveche su tiempo de ocio para educarse, la democracia seguirá cumpliendo, como bien señala Noam Chomsky, dos funciones esenciales: primero, la de la clase especializada, que moldea el interés y la opinión pública a través de distracciones disfrazadas de “contenido mediático”; y luego, la de la multitud, es decir, los ciudadanos, cuya única función parece ser declarar: “Queremos que seas nuestro líder.”
A lo largo de la historia, se nos ha vendido la idea de que el “poder” de los ciudadanos reside en la capacidad de elegir entre dos o más puntos de vista presentados por una élite en competencia, es decir, los candidatos políticos. Pero, ¿cómo es posible que la mayoría de los que aspiran a gobernar sean personas ajenas a las circunstancias que enfrenta el ciudadano promedio? ¿Cómo es que, quienes buscan dirigir un país, rara vez han tenido que preocuparse por algo tan básico como buscar empleo? ¿Y por qué no se exige, a través del voto, la transparencia financiera de esta élite?
Posiblemente, la respuesta a estas interrogantes se encuentra en la propia estructura del sistema político. Maquiavelo observó que, al examinar los objetivos de la élite y del pueblo, descubrimos que la élite tiene un gran deseo de dominar, mientras que el pueblo solo desea no ser dominado (McCarthy-Jones, 2023). En pocas palabras, los roles ya han sido establecidos por el sistema mismo. Es importante reconocer que la distribución del poder político en un país, ya sea bajo una estructura presidencialista o parlamentaria, no garantiza que el sistema sea democrático. De hecho, se puede vivir en una aristocracia disfrazada de democracia.
Asumir la postura que vivimos en una verdadera democracia implica suponer que esta élite con poder cederá voluntariamente dicho poder a las masas, lo cual es, sin duda, una ilusión. No obstante, como ciudadanos, hemos asumido que al elegir entre dos o más puntos de vista propuestos por una élite, poseemos el poder para gobernar un país. Además, aceptamos la noción de que esta élite tiene la verdad absoluta o la solución universal para los problemas nacionales. Como señala el Dr. Bender en Sociedad Global, “si quienes están en el poder creen que poseen la verdad absoluta para resolver los problemas de un país, tarde o temprano también llegarán a pensar que tienen el derecho y la obligación de imponer su visión política, sin importar la opinión del pueblo” (Bender, 2003, pp. 16-17). A pesar de ello, seguimos asumiendo que un lenguaje simplista, casi infantil, en el proceso electoral es suficiente para gobernar un país. En mi opinión, es hora de replantearnos lo que realmente entendemos por democracia, considerando que es un concepto relativamente antiguo, cuyo funcionamiento óptimo tuvo lugar en Atenas, donde la población no superaba las cinco mil personas (Schettino, 2006).
Sin embargo, para poder repensar y transformar un sistema, es indispensable un pensamiento libre, capaz de ir más allá de los puntos de vista impuestos por una pequeña minoría. Lograr ese pensamiento libre requiere, antes que nada, tener control sobre nuestra atención individual. Y me pregunto, sinceramente, si hoy en día realmente contamos con esa capacidad.