miércoles, septiembre 10, 2025
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El Fanatismo y el Derecho de un Hijo a Honrar a su Padre

Por David Santiago Torres.

Hay momentos en la vida en los que la fe debería ser un puente y no un muro. El memorial de un padre, ese instante solemne en el que la familia se despide de quien les dio la vida, debería ser un espacio sagrado de unidad, gratitud y respeto mutuo. Sin embargo, cuando entra en juego el fanatismo religioso, lo que debería ser un homenaje compartido se convierte en un acto de control y de exclusión. Eso fue exactamente lo que ocurrió cuando se me negó la oportunidad de hablar en el memorial de mi padre.


Me explico: yo, su hijo, con todo el dolor de haber perdido a mi esposa hace apenas unos meses, con toda la carga de duelo acumulada, pedí algo sencillo y profundamente humano: dar unas palabras de agradecimiento, reconocer a las personas que estuvieron al lado de mis padres en sus peores momentos, y despedirme de mi padre en público, frente a quienes lo amaron. No pedía un púlpito ni un sermón; pedía un gesto de hijo. Sin embargo, uno de mis hermanos, amparado en la estructura rígida de los Testigos de Jehová, decidió que no. Decidió que yo no era “apto”, que mi dolor me incapacitaba y que el discurso oficial solo podía estar en sus manos. ¿Quién le dio esa autoridad? ¿Con qué derecho un hijo le niega a otro hijo despedirse de su propio padre?


El fanatismo como negación de la humanidad
Lo más doloroso de este episodio no es solo la prohibición en sí, sino lo que simboliza: el fanatismo que convierte la religión en un instrumento de poder. Los Testigos de Jehová se presentan como humildes servidores de Dios, pero muchas veces su práctica refleja lo contrario: exclusión, dogmatismo, control sobre la vida y la voz de las personas. Ese mismo fanatismo que lleva a negar transfusiones de sangre aunque esté en riesgo la vida, que rompe familias cuando alguien decide apartarse de la congregación, y que ahora se manifestó en algo tan básico como el derecho de un hijo a decir unas palabras en memoria de su padre.


En su lógica torcida, todo debe pasar por la aprobación de la organización. Ni el amor ni el dolor tienen prioridad sobre la estructura jerárquica. Y así, un memorial que debería ser un espacio de libertad se convierte en un acto rígido, donde lo humano queda subordinado a lo doctrinal. Se pierde la esencia: honrar la vida del ser querido con autenticidad.


La mezquindad disfrazada de espiritualidad

Que uno de mis hermanos me negara hablar no fue un gesto de protección, como él quiso pintarlo, sino de mezquindad. Argumentó que yo había sufrido mucho con la muerte de mi esposa y que no iba a saber “manejar la situación”. Pero esa no era una decisión suya. Nadie puede medir el dolor ajeno ni decidir cómo se procesa. Precisamente porque sufrí, precisamente porque conocí el vacío de perder a alguien amado, tenía todo el derecho —y la necesidad— de expresarlo. Callar mi voz no me protegía; me hería doblemente: como hijo y como ser humano.


Y lo contradictorio es que, paradójicamente, sí se me pidió hacer el video de la vida de mi padre. Para eso, aparentemente, sí estaba capacitado. Para usar mi talento y mi esfuerzo en resumir en imágenes su trayectoria, sí era válido. Pero para despedirme de él con mis propias palabras, no. Para servir de apoyo creativo, sí; para expresar mi amor y mi dolor como hijo, no. ¿Acaso hay mayor hipocresía que esa? Utilizar a alguien para un homenaje visual, pero silenciarlo en el momento más humano y personal.


El acto imperdonable: botar a mis padres de su hogar
La mezquindad no se quedó en ese momento del memorial. Meses antes, ocurrió un acto que todavía me duele y me indigna: la propia esposa de mi hermano echó a mis padres de su hogar. Y no lo hizo con valor, mirándolos a los ojos, sino con la cobardía de un simple mensaje de texto enviado a mis hermanas. Así, sin humanidad, sin compasión, sin gratitud, les cerró la puerta de lo que debía ser un refugio. Poco tiempo después, mis padres murieron.


¿Ese es el verdadero “amor cristiano” que predican? ¿Eso es lo que significa vivir bajo los principios de los Testigos de Jehová? No. Eso no es amor, eso es hipocresía. Una fe que se practica echando a unos ancianos enfermos de un hogar no es fe: es pura apariencia, puro fanatismo disfrazado de santidad. Es usar el nombre de Dios para justificar actos inhumanos.


La secta en Yauco y la hipocresía desbordada
En Yauco existe una secta que en su hipocresía se rasga las vestiduras, aparentando santidad y devoción, mientras esconden actos crueles e inhumanos. Lo vi con mis propios ojos en este caso: la misma esposa de mi hermano que expulsó a mis padres de su hogar, fue la primera en llorar públicamente en el memorial. Lágrimas de teatro, lágrimas de espectáculo, lágrimas de quien deseó sacar de en medio a quienes ahora pretendía honrar.
¿De qué sirve ese llanto hipócrita? ¿De qué sirve aparentar dolor frente a los demás cuando en la intimidad se actuó con frialdad y desprecio? Esa es la verdadera cara de la hipocresía disfrazada de fe: llorar en público por las mismas personas a las que en privado se les negó un techo y un lugar digno. Y quienes la rodean, la “secta” que aplaude y calla, perpetúan ese teatro, convencidos de que las apariencias importan más que la verdad.


¿Quién es dueño de la memoria de un padre?
La pregunta que retumba en mi mente es simple: ¿quién es dueño de la memoria de un padre? ¿Una organización religiosa? ¿Un hermano que se atribuye el derecho de decidir quién puede hablar? ¿Una esposa que se atreve a expulsar a unos ancianos indefensos de su hogar y luego llora como si los hubiera amado? No. La memoria de un padre pertenece a todos sus hijos, a quienes compartieron su vida, a quienes lo amaron en la intimidad del hogar, a quienes caminaron junto a él en sus últimos años. Nadie debería erigirse en guardián exclusivo de esa memoria.


El fanatismo y sus consecuencias

Lo ocurrido refleja un patrón más amplio: cómo el fanatismo de los Testigos de Jehová puede llegar a fracturar familias y a imponer silencios forzados. Su visión binaria del mundo —ellos y los demás, los fieles y los mundanos, los que obedecen y los que no— no deja espacio para la diversidad de emociones humanas. Todo debe encajar en un molde rígido, aunque eso signifique callar a un hijo en el funeral de su padre, o echar a unos padres ancianos de su hogar.


Ese fanatismo no solo controla lo que se hace, sino también lo que se dice y lo que se piensa. Y cuando la religión invade hasta los momentos más íntimos de la vida familiar, deja de ser fe para convertirse en tiranía. Así se perpetúan las heridas: no se permiten palabras libres, no se permiten emociones auténticas, no se permiten voces distintas.


Mi derecho a la palabra

Quiero dejar claro que mi reclamo no es un capricho, es un derecho. El derecho de un hijo a hablar en el memorial de su padre es tan básico como respirar. No depende de la religión, no depende de la aprobación de un hermano, no depende de un comité. Es un derecho humano y natural. Negarlo es negar la dignidad de ese hijo y la memoria del padre.
Y lo mismo digo de lo ocurrido antes: echar a unos padres enfermos de un hogar no es un acto de fe, es un acto de crueldad. Y por más que intenten disfrazarlo de disciplina religiosa o de supuesta justicia, la verdad es una sola: fue un acto de hipocresía que cargaron a nombre de una fe que no practican con autenticidad.


Un llamado a la libertad espiritual
Este episodio me confirma algo: el fanatismo nunca puede tener la última palabra. La fe que calla, que excluye, que juzga, que expulsa, que aparenta lágrimas mientras niega compasión, no es fe; es prisión. Y yo elijo no vivir en prisión. Elijo hablar, aunque no me den el micrófono. Elijo agradecer, aunque mis palabras no hayan sonado en aquel salón. Elijo recordar a mi padre con autenticidad, aunque otros quieran monopolizar su memoria.
La verdadera espiritualidad se mide en la capacidad de incluir, de escuchar, de permitir que cada hijo despida a su padre a su manera. Negar eso es deshumanizar la fe. Y yo no estoy dispuesto a quedarme callado ante esa deshumanización. Porque mi voz, la voz de un hijo que ama y sufre, merece ser escuchada. Y aunque aquel día se me negó, hoy la hago resonar con más fuerza que nunca.

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