Por: Ivainshka L. Rivera Santiago – Estudiante de Investigación Académica y Biociencia
La Navidad evoca imágenes cálidas: luces centelleantes, villancicos, mesas llenas de comida y la ilusión de compartir con quienes amamos. Desde Belén hasta nuestros hogares, esta temporada celebra esperanza, amor y unión familiar. Sin embargo, bajo ese brillo festivo hay una realidad que nos interpela con fuerza: muchos de nuestros adultos mayores pasan estas fechas en silencio, en soledad.
Puerto Rico está envejeciendo rápidamente. Hoy alrededor del 24% de la población tiene 65 años o más, lo que se traduce en cientos de miles de personas que han entregado décadas de trabajo y sabiduría a esta tierra. De ese grupo, más de 190,000 adultos mayores viven solos en la isla, y una gran parte de ellos enfrenta pobreza y vulnerabilidades adicionales.
Imaginemos por un momento: en una comunidad donde cada cuarto brilla con luces navideñas, hay puertas que se quedan cerradas para siempre durante estos días. Puertas detrás de las cuales vive un ser humano que tal vez solo anhela una visita, una conversación, un abrazo sincero. Esta no es una imagen distante o exagerada, sino una escena que se repite casa por casa, barrio por barrio, en muchos pueblos de nuestra isla.
Las estadísticas se vuelven dolorosamente claras cuando hablamos de soledad y envejecimiento: en estudios recientes sobre la población mayor de Puerto Rico, más de un tercio reporta sentirse sola con frecuencia, y factores como la pérdida de cónyuges o bajos ingresos agravan ese sentimiento. La soledad no es un término romántico; tiene consecuencias reales en la salud física y emocional de quienes han dedicado su vida a construir hogares, educar familias y fortalecer comunidades.
Y es que la soledad no siempre va acompañada de abandono absoluto. A veces significa que los hijos están fuera por trabajo, que los nietos viven lejos, que la vida moderna empuja a todos a un ritmo donde las visitas se convierten en mensajes de texto y las sobremesas en llamadas breves. Pero nuevamente, la realidad es que un número significativo de nuestros envejecientes pasa estas fechas sin compañía humana significativa, incluso en días tan significativos para nuestra cultura y fe.
La Navidad, en su esencia más pura, nos recuerda la importancia de la presencia: Dios haciéndose hombre, la familia reunida, la comunidad celebrando. Si valoramos ese mensaje, ¿cómo no extenderlo a quienes están justo en nuestra puerta? Cómo no recordar que la alegría navideña se amplifica cuando se comparte, especialmente con quienes más la necesitan.
No se trata únicamente de celebrar una tradición, sino de afirmar una verdad humana básica: nadie debería sentirse olvidado en una temporada que celebra esperanza y amor. Un abrazo breve, una visita inesperada, una llamada telefónica acompañada de tiempo y escucha genuina… estos son los gestos que pueden transformar una Navidad silenciosa en un recuerdo entrañable.
En estas fechas, que la luz que colgamos en los portones y ventanas también ilumine nuestro corazón para ver, escuchar, y acompañar a quienes están solos. Que la Navidad no sea solo un momento en el calendario, sino una oportunidad para reafirmar lo que siempre hemos sabido: la presencia humana es uno de los regalos más valiosos que podemos ofrecer.



