Por Claudio Raúl Cruz Núñez
Avena, tostadas bien tostadas, café negro sin azúcar y agua es lo que siempre pido. Llego a la panadería El Mendrugo, que es una de mis favoritas. No es algo extraordinario, pero casi siempre hay periódicos para leer y un buen acondicionador de aire. Acostumbro a llegar bien temprano cuando no hay clientes. Cojo un diario y comienzo a ojearlo con interés. Me detengo en una columna de opinión. Me llama la empleada. Mi pedido está listo. Carmiña sonríe mientras me entrega lo ordenado. Mecánicamente me desea buen provecho. Le doy las gracias y le observo un residuo de avena seca que tiene en la comisura izquierda. ¿Se habrá dado cuenta?
Llega Ismael el múcaro, hombre de campo. Tiene cara de zorro malicioso. Me saluda con esa manera habitual que me “rejode”. Saludo le digo. La clientela del Mendrugo es variada. Obreras (os), cuentapropistas, enfermera(o)s y otros profesionales. Mujeres y hombres de toda laya. Entra Wipe, el que vende yuca, luce sombrero de paja de ala ancha. Camina medio cojo, tose repetidamente y no lleva cubreboca. Todavía estamos bajo el covid. El noticiero del televisor anuncia una vaguada estacionaria. Noto que el sandwichero está trasnochado. Tiene ojos y ojeras de mecánico a destajo. “Estabas perdio” me dice Ismael. La cara de lampiño le brilla. Lo miro con condescendencia y ordeno otro pocillo de café puya. El don de la bicicleta, cliente habitual, llega con su eterna mascarilla sucia y la boina raída. Se acerca al mostrador y ordena algo. Nos saludamos con la mirada. Camina hasta mi mesa y me estrecha la mano. Tiene una diestra pequeña, pero áspera, como de agricultor que ha hurgado en la tierra. No es un feliz labrador de proyectos hidropónicos. Comenta sobre el cambio climático y me pide una opinión al respecto. No le contesto. Vuelve y me inquiere con ojos achicados. Logro verle un canecón en el bolsillo. ¿El chichaíto del día?, le insinúo. Hace una mueca y le da un mordisco a un sorullo aceitoso. ¡El clima coño! me grita con la boca llena. Sí, sí le respondo. Se está afectando el sabor de los vinos me comenta. ¿Y cómo demonios este indigente y solitario vejete conoce ese dato? Me habla de la región de Mendoza en Argentina. De cómo ha cambiado la complejidad de los tintos en esa comarca, producto del desorden climático. Menciona el antropoceno, al Secretario de Agricultura por negacionista y al panadero, porque el pan está frío. Todo a viva voz.
Hago mutis y le sonrío sin despegar los labios. Vuelvo a las páginas del periódico y comienzo a buscar noticias de temas vinícolas. Levanto la vista lentamente y noto que el locuaz cliente de la boina me observa con insistencia.
Me hago el penzuaco y le ignoro. De repente comienza a reír y me hace señas con el dedo índice. Esa falange curtida tiene la forma de un gancho de carnicería, de esos que usan para guindar los cuerpos de vacas y cerdos. Ríe y le noto que le faltan dientes y muelas. No me gusta como insiste con el gesto del dedo. Dígame le digo. Dígame usted me responde.
Me decido a preguntarle sobre sus lecturas. Hala una silla y se sienta. Debe tener ochenta y pico de años. Se nota que no está bien de salud. Me cuenta de sus padecimientos. Intuyo que quiere decirme algo gordo. Decido espantar el rebaño y me quejo de las decepciones que hay en la vida. Un cliente lo saluda con afecto. Asiente con la cabeza.
Se frota la frente y un pájaro manchado de nubarrones le aletea en sus ojos.
Oiga joven, usted es un bebé Gerber. Lea el periódico al revés.
¿Al revés?
Me levanto de la silla y no me despido. El frío del verano comienza a incomodarme.