Por Migdalia González.
En Puerto Rico, hablar del alto costo de vida se ha convertido en una conversación cotidiana. Cada vez que vamos al supermercado, a la farmacia o simplemente pagamos la factura de la luz, nos enfrentamos a una realidad dura: el dinero no rinde. Pero quienes más están sintiendo este peso son nuestros adultos mayores. Ellos, que trabajaron toda su vida, que levantaron familias y aportaron al desarrollo de nuestra sociedad, hoy se ven forzados a tomar decisiones impensables: escoger entre pagar sus medicamentos o poner un plato completo de comida en la mesa.
Las pensiones y los beneficios que reciben, en la mayoría de los casos, no alcanzan para cubrir las necesidades básicas. El aumento en el costo de alimentos, la gasolina, los servicios esenciales y los gastos médicos ha convertido la vejez en un tiempo de incertidumbre, cuando debería ser una etapa de tranquilidad y descanso. Lo que antes era suficiente para vivir, hoy apenas les permite sobrevivir.
Peor aún, estamos viendo cómo muchos adultos mayores, en vez de disfrutar su retiro, se ven obligados a regresar al mundo laboral. Los encontramos trabajando en supermercados, tiendas, restaurantes o cualquier lugar donde puedan recibir un ingreso adicional. Lo hacen no por gusto, sino por necesidad. Esta situación refleja no solo una crisis económica, sino también un problema social y moral: como país no hemos asegurado que quienes nos precedieron tengan las condiciones dignas que merecen.
El costo humano de esta realidad es alto. La vejez trae consigo condiciones de salud que requieren cuidados especiales, visitas médicas constantes y tratamientos costosos. ¿Cómo es posible que muchos tengan que sacrificarse físicamente para poder costear lo que debería ser garantizado como un derecho? En vez de preocuparse por su bienestar y sus familias, viven atrapados en una carrera contra la inflación y el abandono.
Es momento de que como sociedad levantemos la voz. Necesitamos políticas públicas que atiendan de manera directa esta situación: revisar y fortalecer el sistema de pensiones, ampliar programas de asistencia alimentaria y médica, y crear incentivos reales para que nuestros adultos mayores puedan vivir sin la carga de buscar empleo a una edad en la que deberían estar descansando.
Pero este llamado no es solo para el gobierno. También es para todos nosotros. Debemos mirar a nuestros padres, madres y abuelos con gratitud y respeto. Necesitamos promover la solidaridad, la empatía y el apoyo comunitario. No podemos permitir que la indiferencia siga normalizando el sufrimiento de quienes nos dieron tanto.
La pregunta que debemos hacernos es sencilla pero profunda: ¿cómo queremos que nos traten a nosotros cuando lleguemos a esa etapa de la vida? La respuesta debería impulsarnos a la acción. Nuestros adultos mayores merecen vivir con dignidad, no simplemente sobrevivir.