Por Prof. Luis Y. Ríos-Silva
A Gabriela Nicole “Lela” Pratts Rosario, de 16 años, la apuñalaron mortalmente en Aibonito durante un altercado entre jóvenes. Otro adolescente que intentó auxiliarla resultó herido. Lo más devastador: su madre estaba presente y, según versiones iniciales, fue retenida para impedirle defenderla. La pesquisa apunta a varias menores y a adultos presuntamente involucrados. Para un país que suele creer que estas tragedias ocurren “afuera”, el espejo es duro: el caso combina violencia de grupo, indiferencia de espectadores y la posible instigación adulta.
La escena resuena con referentes internacionales que ya marcaron a otras sociedades. En Canadá (1997), Reena Virk fue asesinada por pares; hubo condenas por homicidio en segundo grado y penas de por vida con elegibilidad a libertad condicional, y el caso acabó retratado en la serie Under the Bridge (Hulu). En Estados Unidos (1992), Shanda Sharer, de 12 años, fue secuestrada y asesinada por cuatro adolescentes; dos recibieron 60 años y las demás décadas de prisión, tema luego abordado en documentales y docu-series. En el Reino Unido (2019), Jodie Chesney, de 17, fue apuñalada en un parque; el autor principal recibió cadena perpetua con un mínimo de 26 años y su cómplice 18 años. No se volvieron “famosos” por morbo, sino porque obligaron a un examen social y jurídico profundo.
El agravante en Puerto Rico es la eventual participación de adultos. Cuando un mayor incita, permite o no detiene, ya no hablamos de impulsividad adolescente, sino de quiebre del deber adulto. Y cuando una madre es inmovilizada mientras su hija muere, el daño traspasa el expediente penal: es un golpe a la civilidad. Por eso, la respuesta debe ser clara y visible: investigación rigurosa, cargos proporcionales y sentencias que comuniquen que ni la edad protege la crueldad letal ni la instigación adulta quedará impune. La visibilidad de la justicia educa: disuade a los que miran, a los que animan y a los que participan.
Pero la prevención no se decreta en la sala del tribunal. Las lecciones de Virk, Sharer y Chesney muestran que la violencia extrema se cocina en rencillas no atendidas, humillaciones repetidas y dinámicas de grupo que diluyen la responsabilidad. Se requieren protocolos escolares con dientes, formación de pares defensores (testigos que intervienen de forma segura), mediación temprana de conflictos y estándares comunitarios para eventos donde suelen confluir rivalidades. No basta el “que caiga todo el peso de la ley”; hay que cortar la ruta que va del pique a la tragedia.
También es imprescindible la responsabilidad adulta en la era de las pantallas. La violencia se graba, circula y normaliza. Familias y escuelas necesitan alfabetización digital con foco en conflicto, herramientas de monitoreo y diálogo, y reglas claras sobre lo que no se tolera. Los municipios pueden fijar controles de seguridad para concentraciones juveniles. Si un adulto aparece como acelerante, la sanción penal y social debe ser inequívoca.
Evitemos dos errores simétricos: idealizar a la adolescencia como incapaz de daño grave o demonizar a toda una generación. La ley está para distinguir, proporcionar y disuadir; la comunidad, para formar carácter. Cuando los adultos llegan como guardianes, los pleitos rara vez escalan a cuchillos. Cuando llegan como combustible, ni la mejor ley alcanza a tiempo.
El mundo aprendió los nombres de Reena Virk, Shanda Sharer y Jodie Chesney porque sus muertes forzaron cambios. Puerto Rico no necesita otra serie para entender lo que está en juego. A partir de Gabriela Nicole, necesita justicia visible, tolerancia cero a la instigación adulta y prevención cotidiana en cada escuela, plaza y fiesta. Solo así se rompe el patrón —antes de que las cámaras vuelvan.